El aroma de fuerte café sube por las escaleras hasta concentrarse en el ambiente relajado del living del piso superior. A través del mínimo resquicio entre el piso y el borde inferior de la puerta penetra en mi habitación. Tenue y sutil esencia de la calurosa bebida invernal directo a mis fosas nasales. Me despierta y me obliga a levantarme y bajar a buscar el delicioso néctar. La transparente cafetera está llena hasta la mitad y el traslúcido cristal por encima de la marrón línea divisoria entre el liquido y la nada está completamente empapado de pequeñas gotas y vapor, signos de su reciente caldeo. Vierto el espeso brebaje en mi ancha taza. El humo sube y estimula aun más mi sentido del olfato. Alejo el cáliz y observo como la fina línea humeante sube tan solo unos pocos centímetros y se pierde en el resto del aire, confundiéndose con otros olores. Un desperdicio, pienso. Dos o tres vueltas de la cuchara en forma circular generan un remolino que me ayuda a liberar más partículas de olor y seguir disfrutando esa sutil pero briosa fragancia. Acerco mi nariz hasta un centímetro de la taza, casi rozando el borde de la blanca porcelana. Huelo más. Todos los receptores de olor de mi nariz están saturados de café. Mi cerebro está sobrestimulado. Dejo la taza llena de café en la mesada, me envuelvo en la lana de mi bufanda y salgo hacia la calle otoñal.
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